La delgadez de las viejas instituciones liberales, se afloja a cada rato por las noticias que inundan los periódicos del día. La policía ya no es, si alguna vez lo fue, ese escaparate de decencia en la calle; la iglesia no puede ni hablar contra el pecado pues su prístina pureza se mancha día tras día, la justicia, que nunca fue otra cosa que una quimera, ya ni te permite siquiera pensar en la seguridad del acto público.
Es interesante porque las instituciones son algo así como el neoprén de las sociedades modernas. Si me permite el lector, las instituciones son las que nos permiten hablar y conversar a quienes pertenecemos a tribus tan distintas, habitando esta vieja ciudad. Son la expresión más concreta y pegada al piso del contrato social. Si ellas se debilitan por tanto, nuestro contrato mutuo se debilita.
El punto es que si dejamos que el entramado de mínimos acuerdos sobre cómo vivir muera sin tener su reemplazo a mano, las formas autónomas de cada individuo reemplazarían el entramado social, transformando a la sociedad en una quimera, otorgando a quien lo quisiera el derecho de ocupar casas vacías, o robar en un almacén en medio de una manada auto convocada.
Es muy probable que nadie en su sano juicio quisiera aquello, pero está a la vuelta de tu esquina, acechando como lo hace el buen ladrón. Desde luego, las razones para su existencia no faltan. Algún lector ya estará pensando en cuál sería la diferencia entre la manada entrando de golpe al Lider, y el precio coligado del papel confort en los escaparates del Líder a plena luz del día; o la inexistencia de diferencias éticas entre un grupo anarquista de okupas en el patio de atrás de una casa y los ladronzuelos de los dueños de las farmacias que jugaban con el precio de los inhaladores para infantes que morían ahogados por el smog en Santiago.
Pues bien, el raciocinio es parcialmente correcto: no hay diferencias. Pero el hecho de que las instituciones se debiliten, es precisamente la explicación a la ocurrencia de todas esas cosas. Y atención porque cuando hablamos de la debilidad de las instituciones, no hablamos de la falsedad de la ley penal contra los abusos económicos o de la prepotencia de los generales de la república que en medio de juicios por actos de corrupción envían cartas a sus pares como lo haría el líder de alguna banda de narcotraficantes en medio de un proceso de extradición. No. Hablamos de la liquidez, de la delgadez, de la langudiciencia de las instituciones más profundas.
¿De quién son los hijos de los padres? ¿No son más hijos del la Televisión que de ellos mismos?; Las familias, consagradas como institución burguesa, ladrillo elemental de nuestra sociedad, ¿no son ahora reemplazados por una crianza colectiva sin roles evidentes en una escuela que muere a golpes? La pornografía, industria más millonaria que la industria armamentista, ¿no ha terminado de minar el rol de la virilidad y de la femineidad?. El "Estado Benefactor" que enriquece a políticos y especuladores, que a estas alturas son casi lo mismo, en el mundo entero, robando la posibilidad de la equidad aun cuando no sea más que como un sueño, ¿no debilita nuestra fe en un mundo mejor?
Los punks, ese movimiento inglés alternativo que radicalizó el sentido de la anarquía hasta hacerla indomablemente cultural, devino en una especie de depresión generacional sin sentido, pero tuvo un punto a su favor: alertarnos acerca de lo que no vimos venir. El Punk se adelantó veinte o treinta años a los desordenes del Magreb en París de los 90; y se adelantó a esta sociedad que sin mucho sentido ha puesto en tela de juicio nuestra propia sobrevivencia.
Hace cuatro días atrás, este miércoles 31 de julio de 2019, caminaba por calle Catedral en pleno centro poniente de Santiago no importa hacia qué, cuando me crucé con dos jóvenes treinteañeras punks, vestidas de latex negro, de los pies a la cabeza. Yo vestía pulcro montgomery negro, zapatos negros y pantalón claro bajo el abrigo completamente cerrado y un jockey negro sobre mi cabeza. En la mano derecha un paragüa azul y una carpeta con un libro en la mano izquierda. Un burgués de pies a cabeza. Pocos metros antes de cruzarnos, una de ellas baja a la calle y recoge una bolsa de McDonald desde donde sacó un paquete de papas fritas, al tiempo que su amiga festejaba su suerte y su audacia. Nada podría haber sido más profundamente PUNK! Su desprecio a todo lo que yo representaba en ese momento, coronado con el rescate de la basura que mi sociedad produce y consume, en un acto que viola toda norma emanada del sentido del progreso, del buen vivir, de la vida urbana, del sentido estético, en fin de lo normal.
Cuando nos cruzamos, su indiferencia sólo comparada con la algarabía de recoger su botín desde la calle, me hizo pensar en si al final del día el Punk no es la solución, el futuro sin porvenir no puede hacer sostenible a nuestras instituciones, porque sin sueño, no hay futuro sino simple presente, en el que el deseo es el único motor de nuestras acciones. De vuelta a la selva, el Punk, manifestación más severa del anarquismo, parece menos dañino por último que enviar bombas en sobres.