sábado, 15 de noviembre de 2008 | |

¿Qué hace “público” a un modelo educativo y qué asegura a su población?

La promesa de contar con un sistema organizado de educación que garantizara la cobertura y el desarrollo de una fuerza productiva apta para los retos de una economía y un Estado en creación, fueron los primeros elementos de nuestro sistema educativo en la naciente república. Las tareas urgentes de educar al bajo pueblo con esos fines constituyó aparentemente el primer gran consenso al respecto.

Los primeros “chilenos” tenían una muy crítica visión de lo niveles de cobertura y calidad colonial con los que habían contado incluso los más ricos. Pensar en un acuerdo político que cubriera las necesidades de un modelo educativo para la República parece no haber sido un gran problema.

Las primeras diferencias vinieron con la maduración del sistema político: liberales y conservadores comenzaron a distanciarse en la trinchera de las cuestiones confesionales y terminaron con un divorcio definitivo cuya escena clímax fue la renuncia del Ministro Abdón Cifuentes y el término de la Fusión Liberal Conservadora.

De allí en adelante, el único elemento consensual fue la necesidad de cobertura máxima. En los hechos, el rol del Estado docente arranca desde allí y con sus propias debilidades es capaz de traernos al siglo XX en considerable condición.

Sin embargo, los vaivenes ideológicos que culminan con la consagración del neo liberalismo –otra vez- desarman desde el propio Estado la iniciativa y subsidian la oferta privada con la idea de que un Estado poderoso y amenazante pudiera ahogar el emprendimiento educacional y la libertad de educación.

¿Cuál es el verdadero cambio desde esa fecha? Creo que la construcción ideológica y posterior instalación forzada de un “acuerdo” acerca de lo que constituye o más bien hace pública a la escuela. En los términos así definidos, un sentido universal del bien común compartido por todos los chilenos y chilenas es posible de encontrar y buscar en la mayor apertura posible del mercado de la oferta educativa, que nos asegura una parrilla curricular variada en la que se puede hacer real el mayor arco de elección posible para una persona que, informadamente, decide donde educar a su hija o hijo. La decisión informada de los padres y la competencia de una oferta variada, son así la calve del sentido de lo público.

Pero como nada dura para siempre, y muy a pesar de sus defensores, el paradigma neoliberal se ha puesto en tela de juicio y ni más ni menos que por sus actores directos: los escolares de Chile. ¿Cuál ha sido su bandera? La propiedad de los medios y la censura del lucro.

El binomio sólo cumple su sentido ideal en manos del Estado, es decir no hay educación pública sino en manos del Estado, porque es el Estado quien la garantiza y es él el único que está dispuesto a no lucrar con ella por un efecto epistemológico: el Estado somos todos.

¿Y si por un momento ello no fuera tan cierto? ¿Y si por un momento lo público no estuviera necesariamente constituido por su pertenencia al Estado? Bien, entonces por algún momento tendríamos que instalar la discusión de lo que hace posible distinguir lo público en educación de lo que no lo es. Entonces, en el límite, estaríamos intentando definir una misión que toda persona consignara como común y consensual, en cuyo estado, la lógica que movilizaría las acciones de lo público estarían obligadas a direccionar su acción hacia esta meta o dimensión consensual de lo que llamaríamos misión pública de la educación. Si algo así ocurriera, debiéramos estar concientes de que estándares comunes de calidad estarían midiendo la acción pública de la escuela que en ningún sentido podría tener restricciones de acceso excepto aquellas que son propias de la misión del colegio. En esta concepción de lo público, los acuerdos descansarían sobre los ideales de la misión pero también sobre la confianza de que es posible educar en una oferta variada de valores y creencias sin perder de vista un norte curricular mínimo que asegure las competencias mínimas adecuadas para la vida social y productiva de cada niño y niña.

En esta perspectiva, el sentido de lo público más allá de la propiedad sobre los medios diverge de la petición de los propios actores pero se acerca más a la posibilidad de un acuerdo o si se quiere a un nuevo “contrato” y debiera medirse conforme a los resultados que todos y todas esperamos.

El problema es que aun no hemos construido nacionalmente los tres mínimos necesarios para avanzar en esa dirección y sin embargo hacia allá vamos indefectiblemente.

En primer lugar esos mínimos son: ¿para qué educamos? Que dicho en términos más directos y simples es lo mismo que ¿qué tipo de educación queremos?; en segundo lugar, parece obvio que necesitamos acordar ¿cómo vamos a medir cuán bien vamos y cuánto nos falta?; y en tercer lugar, ¿cómo vamos a controlar que ello pasa efectivamente?

Como no tenemos aun los minimum necesarios, (a pesar de la comisión de educación que devino de la protesta porque estos minimum son construcciones finalmente políticas) hemos definido avanzar en una Ley General de Educación que se entrampa en el Congreso precisamente porque no los tenemos.

Al límite, debiéramos preguntarnos cómo estarán inferidas las categorías de calidad y sentido público en la nueva ley, y qué tan monstruosa saldrá parida esta LGE entre las tensiones liberal-conservadoras.

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