Hace mucho tiempo que no escribo porque hace mucho tiempo que
leo y releo para responder siempre –al menos hasta ahora- con sorna y rabia-a-aquello
que me parecía obvio, liviano, ligero y hasta mentiroso. Creí que en el
ejercicio más irracional de la rabia en contra de todo, hallaría un cierto
desahogo a mi incomprensión del mundo en el que estoy sumergido.
Sí, es cierto, el mundo nacional en el que vivo a diario no
es sino una aldea que no tiene mucho de distinto de Mogadisho en Somalía o A
Shau en Vietnam del sur, o Alepo en la derruida Siria. Y no se trata de la
guerra evidente, sino de la vastedad del agotamiento; se trata simplemente que
he descubierto tener una cierta certidumbre –falsa o no ya se juzgará con el
tiempo corto- acerca de que las fuerzas creativas se hallan exhaustas en la
aldea y no queda más que repetir un libreto viejo y bien aprendido: se trata de
ser máximamente racionales políticamente hablando, que (en mi modo de ver las
cosas) no es sino el enclaustramiento del ejercicio de la política, el cierre
definitivo de la política como espacio de diálogo y de sueño.
¿Dónde reside la máxima racionalidad en tanto experiencia
política? En el acto soberbio de agotar la comprensión de los fenómenos en su
materialidad, es decir, en agotar la comprensión para el público de los hechos
en los límites visibles del mismo, materializando al máximo aquello que a
simple vista podemos ver pero que no alcanza más allá del fenómeno. Sí. Estoy
diciendo que el acto de analizar el fenómeno, cualquiera que sea, en la simple
dimensión del fenómeno, abstrayendo de él toda posible dimensión ética,
metafísica o estética, agota su comprensión en el puro y simple acto del
listado de sus características.
Abstraído pues el fenómeno, “esterilizado” hasta hacerlo
reconocible sólo a través del listado de sus partes, la comprensión del mismo
quedará sujeto a una comprensión única universalmente disponible y
necesariamente aceptada. La levedad de todos los fenómenos adscritos a la esfera
de lo público, de lo discutible, de lo moralizable, lo metafisiciable y
estetizable, se acota a una racionalidad
técnica única dónde no cabe sino la comunión.
Al mismo tiempo que exhausto, el fenómeno pierde ahora todos
sus límites visibles y se transforma en un acto amorfo penetrable pues por
cualquier otra dimensión o categoría social, política, estética y moral. El
derrumbe de los límites es la otra característica visible a mi modo de entender
lo que pasa hoy. Exhausto el fenómeno, las formas de vivirlo son sólo vacuas y
por tanto colonizables desde el poder en cualquiera de sus formas.
Ser máximamente racionales, la maximización de la
racionalidad técnica no es nueva en Chile, llegó junto a la “alegría de la
Concertación” y su discurso pseudo habermassiano. Sabemos quiénes son sus
padres y sus madres. Lo novedoso es que su extralimitación torna desde la
última elección presidencial, todo, absolutamente todo, vano y ligero. Leve.
Si tuviera que elegir un ejemplo de entre los que puedo
contar hoy, diría que hay tres notables, arquetípicos: el silencio perenne de
la Señora Presidenta; la lenta, persuasiva y silenciosa privatización de la
salud y; la instalación de un nuevo sentido de “lo público” en educación, que
pronto colonizará otras dimensiones.
¿Cuál es el efecto de la máxima racionalidad? Desde luego el
primer efecto es la pérdida del sentido de lo real, porque lo real no es el
simple listado de las características de un objeto sino el grado infinito de
complejas relaciones que los objetos de la esfera de lo público poseen. Si como
yo creo, el agotamiento de los objetos de la esfera de lo público (la
comprensión de lo público por ejemplo) se agota hasta hacerlo exhausto en el
listado de sus características, entonces la realidad se aliena de su sentido.
La propia realidad es “secuestrada” por esta infinita maximización de la razón.
Un segundo efecto es la pérdida del sentido de consecuencias.
No puede haber consecuencias, buenas o malas, en un mundo donde los fenómenos
de lo público, de la esfera de lo público (definida como el lugar del encuentro
y el descubrimiento de los significados que compartimos) no tiene dimensiones
estéticas o éticas. Exhausta hasta el absurdo la comprensión del mundo, las
consecuencias dejan de tener su valor moralizante. Ya no tienen sentido.
Un tercer nivel más simple, es el cierre de la política. Uno
podría aseverar parodiando a Fukuyama que “se ha terminado la política en la
aldea”. Y entonces, las formas más brutales se tomarían el camino para definir
qué es lo que debemos entender por cada cosa y dónde. Si la esfera de la
política queda clausurada, entonces, los años venideros deberán estar plagados
de violencia. Violencia con poco sentido por lo demás, al mismo modo que el
valle de A Shau o la ciudad de Mogadisho fueron para occidente.
Por último, si lo que afirmo es correcto, entonces los campos
teóricos, alternativos o no, debieran tender a cerrarse tras de sí, huyendo en
medio de una nueva banca rota. No se necesita de la inteligencia en escenarios
históricos como los que vienen, la inteligencia es vista como una amenaza
cuando se trata de reducir la realidad al simple objeto. Si los campos teóricos
retroceden, entonces no habrá más explicaciones plausibles, no importa si los
haya o no en realidad y aún si hubiere sujetos sociales y políticos en
disposición de portarlo porque ellos carecerán de toda relevancia.
No estoy seguro de si el retroceso de la Unión Europea es un
buen ejemplo de esto pero creo que una carta de una española escribiendo acerca
de lo desilusionada que se sentía de la Unión Europea porque había sido
deportada de Bélgica tras no encontrar trabajo en un par de semanas es de lo
que estoy hablando. Estoy hablando de que no importa si Petras o Klein o Negri
o Stiglitz lo predijeron o no. Estoy diciendo que ya ha pasado y que la
ausencia del debate sobre la moralidad de los hechos, sobre la falta de
esteticidad y la deliberada ausencia de la discusión epistemológica hacen del
hecho en sí: lo tornan leve, lo hacen evidente en sus partes pero lo aíslan del
todo, lo vuelven ligero.
Si no hay maldad en los hechos, si no podemos rastrear la
maldad de los hechos, si no podemos encontrar la fealdad de las cosas que
ocurren en la esfera pública, si no podemos discutir acerca de su existencia
misma, Alepo, Santiago, allá vamos.
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